martes, 24 de enero de 2012

Bienvenidos a la era del porno pop


Por: Diego Manrique
Empecé a sospecharlo hace años. Para una entrevista, viajé a un estudio de grabación en medio del campo. Una confidencia: un estudio es, sin discusión, el lugar más aburrido del mundo si nada tienes que aportar. Así que, mientras el artista concluía sus misteriosas tareas, escapé a la sala de espera, curiosamente denominada “zona de relax”.
El televisor estaba sintonizado en un canal de vídeo musical. Dado que no uso eso en casa, me quedé magnetizado frente a la pantalla. A la hora, ya estaba… alterado, inquieto, sudoroso. Asistía a una sucesión de clips sin presentación; ignoro si fue el azar o si había detrás un programador lúbrico pero todos –repito, todos- los vídeos eran o pretendían ser erotizantes.
¿Qué se veía? Lo mismo que en los anuncios de perfumes pero con guiones más detallados. Playas repletas de diosas retozando. Ambientes tropicales donde el calor invita a quitarse la ropa. Privés de discoteca a dos minutos de la orgía. Tríos en suites de hotel. Juegos sado-maso. Acción sáfica. Modelos kilométricas atraídas a la miel del vocalista famoso. Strippers en la cumbre de sus números. Limusinas cargadas de party girls. Apolos que ligan con solo una mirada.
Soy todo lo contrario de mojigato pero me ofendió tanta identificación entre éxito y sexo, entre música y desenfreno. Grosero, aunque debo confesar que efectivo: un problema el quedarse con la cabeza caliente y los píes fríos en, digamos, un páramo del Alto Ampurdán. Horas después, adivinando mi agitación, el artista sugirió visitar un establecimiento cercano, donde trabajaban “unas chicas rusas increíbles”. No, gracias, no voy de ese palo.
Aquel encadenado de vídeos no correspondía a una aberración, comprendo hoy: era Tendencia Dominante. La única diferencia -¿lo llamamos avance?- con el presente consiste en que ahora las imágenes lujuriosas no son exclusiva de artistas masculinos. Repasando listados de grandes triunfadoras de los últimos tiempos, compruebo que la mayoría utiliza el sexo como argumento principal. Sexo en portadas, letras, videos, conciertos. En contraste, Adele luce como Sor Sonrisa, una monjita extraviada en Gomorra.
Así que puedo disculpar el exabrupto de Christina Rosenvinge, cuando se desmarca del negociado del mainstream femenino, al que define como un “concurso de zorras”. La descripción quizás sea chirriante pero nos entendemos: desde que Madonna legitimó la explotación de la sexualidad en un contexto post-feminista, las llamadas “divas” usan su cuerpo como reclamo, como alarde de poder.
Se me atragantan. No veo nada sensual en las coreografías de Beyoncé y su cuerpo de baile: más bien parece el fruto de infinitas horas de instrucción con un sargento de marines. Rihanna luce más natural, viene de una cultura caribeña con otro sentido de la carnalidad, aunque me cuesta defenderla como icono de libertad sexual tras saber de su renuencia a romper con su pareja, un cabrón de mano larga.
La presión competitiva o la vocación empujan a las cantantes a convertirse en sex bombs, a comportarse como tales: pienso en Christina Aguilera, Paulina Rubio, Shakira o Lady Gaga. Aunque esta última pueda tener otra agenda: una subversión gay friendly, el cualquiera-puede-ser-una-estrella warholiano. La única que insinúa un morbo genuino es precisamente la que más manipulada parecía en sus inicios: Britney Spears.
Con todo, el error consiste en valorarlas puramente como cantantes de pop. No, mire: son vedettes. Artistas de teatro musical, que destacan sus formas. Reinas de la picardía, los dobles sentidos, la belleza insolente. Embaucadoras de machos en celo, paradigmas para jovencitas con ambiciones que nunca leerán el aviso a navegantes que Jimina Sabadú publica en el reciente Mondo Brutto (mañana hablamos de ese reportaje).
Las divas actuales tienen fabulosos equipos detrás: estilistas, compositores, diseñadores, productores, cineastas. Pero son herederas de Joséphine Baker, Ann-Margret, Tongolele, La Maña, Diana Dors, Norma Duval, Abbe Lane. Ellas bailaban, actuaban, rodaban películas, hasta grababan discos. Pero nunca las llamaríamos cantantes: eran vedettes. Como las divas del siglo XXI. Vedettes tan universales que actúan privadamente para la familia Gadafi, los oligarcas rusos o los jeques petroleros. Cuando se descubre a quién ofrecen su “arte”, ponen carita de pena: “somos…¡tan inocentes!”.

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